Palabras de espiritualidad

“La Resurrección de Cristo, nuestra resurrección. Por Sus heridas fuimos sanados”. (Carta pastoral de Pascua, 2024. Metropolitano Teófano de Moldova y Bucovina)

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

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¡Alegrémonos en estos días de Pascua, con la belleza de los oficios litúrgicos y los momentos de apacible festejo con nuestra familia y demás seres queridos! Perseveremos, también, en la fe correcta, que se manifiesta en la oración y el amor, la contrición y la humildad, en la participación en la Divina Liturgia y en la comunión con los Santos Misterios, «con los ojos dirigidos a Jesús, (Quien es) el principio y perfección de la fe».

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, NUESTRA RESURRECCIÓN

“Por sus heridas fuimos sanados” [1]

Carta pastoral para la fiesta de la Resurrección del Señor

† TEÓFANO

Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.

Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi:

Gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

«Ayer fui sepultado contigo, oh Cristo. Hoy contigo me levanto, resucitando Tú. Ayer fui crucificado contigo. Tú Mismo, Señor, glorifícame en Tu Reino» [2]

 Amados hermanos sacerdotes,

Venerables moradores de los santos monasterios,

Cristianos ortodoxos,

¡Cristo ha resucitado!

Hemos llegado, un año más, por la misericordia de Dios, a la gloriosa fiesta de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. A la medianoche, con nuestras candelas y veladoras encendidas, y con rostros luminosos, llenas nuestras almas de una alegría gratífica, nos reunimos en nuestras iglesias para “recibir la Luz”. A semejanza de las miróforas, quienes, en aquellos días, corrieron muy temprano en la mañana al sepulcro del Señor, también nosotros somos llamados a conocer, a vivir y a dar testimonio del misterio del sepulcro vacío: «No temáis; sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, como dijo» [3]. El sepulcro vacío es la primera señal y muestra de la Resurrección de Cristo. De ese sepulcro vacío partieron deprisa las miróforas para anunciar a los apóstoles: «Verdaderamente el Señor ha resucitado» [4]. Esta buena nueva representó también el elemento central de la predicación de los Santos Apóstoles, ya desde el día del Pentecostés. Y predicaron al mundo no una doctrina determinada ni una filosofía, por excelsa que pudiera ser, sino un acontecimiento completamente inédito en el curso de la historia de la humanidad: la verdad de que Cristo resucitó y que «la muerte fue destruida por la victoria» [5]. Por eso es que el Santo Apóstol Pablo sostiene con firmeza, frente a quienes dudaban de la resurrección de todos: «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe» [6], porque si nosotros, los cristianos, «lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados» [7].

Amados hermanos y hermanas en Cristo el Señor,

En esta noche de luz, damos testimonio de que Cristo ha resucitado, venciendo a la muerte y al infierno en sus diferentes formas. Nos alegramos por esta fiesta luminosa y pronunciamos con San Juan Crisóstomo: «¿En dónde está, muerte, tu aguijón? ¿En dónde está, infierno, tu victoria?» [8] Y, sin embargo, constatamos que la muerte sigue estando presente en el mundo. Vemos a nuestro alrededor mucho sufrimiento, injusticias de toda clase, dolor, confrontación entre hermanos, desesperanza. Entonces, alguien se puede preguntar: «¿En dónde han quedado el gozo y la obra de la Resurrección? ¿En dónde está la victoria sobre el mal y la muerte, que nos es anunciada en esta noche santa?». Cristo es Quien nos responde: Él Mismo es la respuesta, porque Cristo es la respuesta de Dios al drama de la humanidad. Él es la prueba del amor infinito de Dios hacia nosotros, los hombres, en nuestro sufrimiento. Aunque nuestros protopadres abandonaron a Dios, su Creador, eligiendo el camino que está lleno de sufrimiento y que termina en la muerte, a pesar de esto, Dios no ha dejado de demostrar Su inmenso amor a la humanidad: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo único, para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» [9].

El Hijo de Dios se hizo hombre para que, viviendo Él Mismo todas las debilidades y limitaciones propias de nuestra naturaleza, pudiera alzarlas desde la corrupción y la muerte, y llevarlas allí donde desde el comienzo era su lugar, en unión y semejanza con su Creador.

Debido a que Él asumió nuestra naturaleza, con todo su sufrimiento y todos sus padecimientos, haciéndose un hombre enteramente, semejante a nosotros, pudimos ser restaurados en lo más profundo de nuestro ser y reconciliados con Dios-Padre y con nosotros mismos. San Justino el Mártir y Filósofo decía, ya desde el siglo II, que Dios «por nosotros se hizo hombre y, participando así de nuestros sufrimientos, también nos hizo sanar» [10]. O, como dice San Gregorio el Teólogo, Cristo sanó lo que fue asumido por Él Mismo [11].

Cristo-el Señor nos salvó, no con un acto exterior, sino viviendo Él Mismo todo el dolor y la tragedia del hombre. Su sufrimiento fue más grande que el de todos los hombres, porque Él experimentó todas las consecuencias del pecado de Adán hasta el fin del mundo. En Su sensibilidad divina y en Su profundo amor a la humanidad, Cristo vivió la experiencia de total desgracia en la que los hombres se habían hundido desde la caída. Dice San Sofronio Sajárov: «El hombre aguzado en lo espiritual, en la proximidad de otra persona, ve, por ejemplo, su estado moral, aunque este pase desapercibido para muchos. Y si esto sucede con los hombres, ¿quién podrá entender a Cristo, el Creador del cosmos? [...] Aquel que hizo la divina armonía del mundo no podía dejar de sufrir profundamente, encontrando por doquier la insufrible desfiguración de la belleza creada originalmente, causada por los actos infames y malvados de los hombres. Todos sabemos que, mientras más profundo es nuestro amor, más nos duele hasta la más ínfima oposición. Así las cosas, ¿qué pudo haber sentido Él, Quien es el amor que no tiene principio, cuando con tanto odio los hombres rechazaban Su testimonio del Padre? [...] Él, que no tenía pecado (cf. Juan 8, 46), asumió los pecados del mundo, como si Él Mismo hubiera sido la causa de semejante tragedia. “Aquel que nos amó hasta el final” (cf. Juan 13, 1) soportó la persecución de la cruenta maldad de quienes le mataban» [12]

Cristianos ortodoxos,

Nuestro Señor Jesucristo, Quien dijo de Sí Mismo: «Yo soy la resurrección y la vida» [13], «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» [14], realizó, ya en Sí Mismo, como Hombre, la victoria sobre el pecado, e incluso sufrió la muerte. Al mismo tiempo, Su entera obra redentora está dirigida hacia nosotros. Todo lo que Cristo hizo fue «por nosotros y por nuestra salvación», como declaramos en el Credo. «El Señor concedió a nuestro cuerpo, por medio del Suyo, la resurrección y la eternidad que viene después de la resurrección, haciéndose para nosotros fruto de la resurrección, de la incorruptibilidad y de la pureza», afirma San Juan Damasceno [15]. De este modo, Cristo Resucitado es la verdadera respuesta al dolor de la humanidad, en el camino de nuestra vida; sin importar las cargas, los dolores o las pruebas que enfrentemos, no estamos solos, sino que tenemos como compañero de viaje a Cristo, y sin Él nos faltan las fuerzas. Luego, con Cristo podemos repetir aquellas palabras del Santo Apóstol Pablo: «Todo lo puedo en Cristo, Aquel que me fortalece» [16].

Ya que Cristo murió y resucitó por nosotros, mostrándonos Él Mismo el rostro del Hombre verdadero y perfecto, también nosotros tenemos la obligación de seguirle en todo, para convertirnos, así, en partícipies de Su Resurrección. Entonces, en un tiempo en el que el espíritu del mundo propone como solución el camino más fácil, que significa evitar el dolor y buscar el confort propio y la diversión, quien asuma en serio su fe sabrá que «el dogma del cristiano es seguir a Cristo» [17], como dice un anciano del Paterikón. Por tal razón, a la resurrección se llega solamente asumiendo el sufrimiento, la cruz. Esto implica, por una parte, recibir las tribulaciones, los dolores, las pruebas y las contratriedades con los ojos de la fe. El sufrimiento no disminuye ni desaparece para el creyente, pero cambia su carácter, convirtiéndose en un medio para acercarse más a Dios, para crecer y enriquecerse en la nueva vida. Por otra parte, esa aceptación significa, también, obtener un corazón que ama y es piadoso con toda la creación. Un cristiano verdadero, imitando a Cristo, sufre en su ser el dolor de sus semejantes y del mundo, en general, y se esmera en ofrecer a todos alegría, consuelo, esperanza y luz, con sus actos y su oración. Dice el padre Zacarías Zaharou: «Por medio de nuestro propio sufrimiento empezamos a entender el de nuestro semejante, Así, paticipando de su dolor, nos hacemos más comprensivos e indulgentes, y empezamos a orar por la salvación de toda la humanidad, tal como oramos por nosotros mismos. En consecuencia, dejamos de ser siervos del espíritu de este mundo, porque obtenemos la mente de Cristo» [18]

Amados hijos espirituales,

¡Alegrémonos en estos días de Pascua, con la belleza de los oficios litúrgicos y los momentos de apacible festejo con nuestra familia y demás seres queridos! Perseveremos, también, en la fe correcta, que se manifiesta en la oración y el amor, la contrición y la humildad, en la participación en la Divina Liturgia y en la comunión con los Santos Misterios, «con los ojos dirigidos a Jesús, (Quien es) el principio y perfección de la fe» [19]. Demos testimonio de la piedad de nuestro corazón hacia nuestros hermanos más necesitados. Elevemos un pensamiento en oración por nuestros semejantes cuya vida se ve perturbada por la guerra en Ucrania y también en Tierra Santa, así como en otras partes del mundo.

De igual forma, pidámosle a Dios que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que podamos elegir a las personas adecuadas para conducir el destino de nuestro país: hombres y mujeres con temor de Dios, con apego a los valores de la familia y con amor a sus semejantes, amigos o enemigos.

Con un amor santo, desde mi corazón de padre y hermano, me presento ante todos y cada uno de ustedes para proclamar con júbilo: ¡Cristo ha resucitado!

† TEÓFANO

Metropolitano de Moldova y Bucovina

 

Notas bibliográficas:

1. Isaías 53, 5.

2. Canon de los Maitines de la Resurrección, Canto III, Stijira III. Penticostar, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1999, p. 16.

3. Mateo 28, 5-6.

4. Lucas 24, 34.

5. 1 Corintios 15, 54.

6. 1 Corintios 15, 14.

7. 1 Corintios 15, 19.

8. Homilía de San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla, en el santo y luminoso día de la gloriosa y redentora Resurrección de Cristo, Dios nuestro. Penticostar, p. 25.

9. Juan 3, 16.

10. Segunda apología a favor de los cristianos. Dirigida al Senado romano, 13, en Apologeţi de limbă greacă [Apologistas de la lengua griega], traducción, introducción, notas e indicaciones de Pr. prof. T. Bodogae, Pr. prof. Olimp Căciulă, Pr. prof. D. Fecioru, PSB 2, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1980, p. 87.

11. Cf. Lettre 101. Du même, au prêtre Clédonios, première lettre, 32 [De lo mismo, al sacerdote Cledonio, primera carta, 32], en Grégoire de Nazianze, Lettres théologiques, introduction, texte critique, traduction et notes par Paul Gallay, SC 208, Paris, 1974, pp. 50-51.

12. Venerable Sofronio el Athonita, Vom vedea pe Dumnezeu precum este [Veremos a Dios tal cual es], traducción del ruso por Ierom. Rafail (Noica), ediţia a III-a revi- zuită, Mănăstirea Stavropighie „Sfântul Ioan Botezătorul”, Essex, Marea Britanie, 2023, pp. 270-271.

13. Juan 11, 25.

14. Juan 14, 6.

15. Dogmatica, traducción de Pr. Dumitru Fecioru, ediţia a III-a, Ed. Scripta, Bucarest, 1993, p. 146.

16. Filipenses 4, 13.

17. Patericul Mare. Apoftegmele Părinţilor pustiei [Gran Paterikón. Apotegmas de los Padres del desierto]. Colección temática, traducción, introducción y notas de Pr. prof. Constantin Coman, Ed. Bizantină, Bucarest, 2015, p. 173.

18. Archim. Zacarías Zaharou, Merinde pentru monahi [Merienda para monjes], ediţia a doua, Ed. Nicodim Caligraful – Sfânta Mănăstire Putna, 2013, p. 130.

19. Hebreos 12, 2.